sábado, 27 de febrero de 2010

Amanecer en Zacualpan



Amanece que no es poco, dice el dicho. Pero hoy amanece en Zacualpan. Y yo amanezco en el amanecer de Zacualpan.
Zaculpan es un pueblo minero encaramado en la mismísima punta de un cerro en el Estado de México, a 2400 metros de altura. Desde ahí se da el lujo de vigilar lo que parece un extenso valle en el que se acomodan incontables pueblitos pequeños, detectables de día, a la distancia como pequeños balcones en las montañas porque en realidad no es un valle, sino que lo parece por la diferencia de altura que marca Zacualpan con el entorno que se divisa desde su imponente trono.
Amanece en Zacualpan. Todavía el día es una insinuación naranja y me levanto descalza a gozar de este precioso regalo de Dios. A las 6:00 exactamente, el reloj de la Iglesia da las seis campanadas y a los 15 segundos, el carrillón regala al pueblo, a mí y a las montañas, la melodía completa de Las Mañanitas en un tañir de bronce que en mi vida había escuchado. Cómo resistirse a saltar de la cama y encarar el aire fresco de la mañana? … imposible …!!!
Salgo a la enorme terraza que rodea los cuartos del Hotel Minero donde estoy alojada. Mil luces parpadean en mil ventanas. Un contrapunto de pájaros me regala un inédito, único y exquisito concierto de irrepetibles cantos. Unos cuantos gallos aclaran su garganta a la distancia y entre todo esto, un pavo desafina altivo entre tanta consonancia. Parece que los perros son los únicos animales que no han despertado en Zacualpan.
Los tres volcanes se recortan en el fondo ya más claro del cielo que se va cansando de ser negro noche. La Mujer Dormida sigue durmiendo por más que el sol ya va pintando de rosa la cortina de humedad suspendida en el aire. El Popo ya ha encendido su pipa y da las primeras pitadas. El Nevado de Toluca me presume su ya visible cobertor de nieve y parece decirme “mírame, yo estoy más al alcance tuyo”. Y lo miro y me seduce. Tanto como me seduce esta mañana diferente en este seductor México que, una vez más provoca en mí esa incontenible sensación de asombro y gozo.
Un encendido , enorme y redondo sol, asoma al fin desde atrás de una montaña y todo se llena de luz y el día ya es pleno. Ya se produjo el milagro eterno y el mundo aún no se ha dado cuenta. Pero hoy yo si me doy por enterada y como un milagro vivo este, mi amanecer en Zacualpan.
Y acá estoy, sentada en la cama del Hotel Minero de este minero pueblo con la ventana abierta por donde entra el sol sin pedir permiso.
Tengo un milagro (mi laptop) apoyado en la mesita de luz, viendo en arrobada còmo un espectáculo único se me regala: UN NUEVO AMANECER EN ZACUALPAN que, como dice un slogan del pueblo “cautivará los sentidos” … y vaya si los cautiva … al menos, ha cautivado de un modo especial a los míos.
En unos minutos me visto y bajo por un café perfumado que viene a buscarme en aroma hasta el mismísimo cuarto. Y no lo dejaré sólo, no, un pan dulce “calientito” le hará compañía a modo de especial regalo de desayuno.
Y partiré de regreso en un lento autobús que se tomará con paciencia la subida de mil cuestas y con mucho cuidado las consiguientes mil bajadas. Y llegaré a nuestra casa, allá en la “eterna primavera” de la linda Cuernavaca, donde a mi seductor ireemplazable le contaré que por un momento, a las 6:00 de la mañana, casi casi lo desbanca un volcán enorme y blanco que me guiñaba los ojos y me estremecía el alma.

viernes, 19 de febrero de 2010

Esas despedidas ... !!!!




Àngeles Mastreta me tiene fascinada. En estos dos meses, he leìdo cuatro de sus libros … uno mejor que el otro. Me encantaron las novelas, pero màs àun me gustan sus relatos.
Ahora le tocò el “tiempo que me queda libre”, a El cielo de los leones.
En unas de sus pàginas ella dice; “ … Cortàzar nos hizo leer lo que sentìamos …” . Y ahora yo lo digo de ella: “ Mastretta me hace leer lo que siento …”
¿Por què lo digo …? Por ejemplo por lo siguiente:

“Irse de un sitio entrañable, dejar un paisaje que nos conmueve y arrebata, sin saber cuàndo podremos verlo de nuevo … nos estremece sin remedio como un atisbo de la muerte. Por màs que vivamos como vivos eternos, al despedirnos, dice la canciòn, siempre morimos un poco.”

La leo y leo lo que siento. En estos ocho años de, como suelo llamarlo “exilio voluntario” he sentido varias veces lo que ella me hace leer ahora. Lo he sentido cada vez que se hizo la hora de volver. Mejor dicho, unas cuàntas horas antes de tener que volver. Y unos cuàntos dìas después de haber vuelto.

Y no es el paisaje, literalmente dicho lo que me cuesta dejar. Aunque debo confesar que este ùltimo viaje disfrutè muchìsimo de esos maizales interminables dejàndose peinar por el viento pampeano. Tanto como de los girasoles con sus cabezotas “gûeras” siguiendo el sol, mientras tiñen de amarillo furioso miles de hectáreas hasta donde la vista alcance. Y què decir de esos sembrados verde oscuro de soja, que parecen derramarse por debajo de los alambrados hasta el borde de las banquinas.

Pero no, no es ese paisaje el que extraño, porque me lo traigo en fotos y en el fondo de los ojos y lo sigo disfrutando cada vez que lo recuerdo.

El paisaje entrañable que me cuesta tanto dejar, es el paisaje familiar … las caritas de los chicos, las voces de los grandes, el amor de la familia expresado en mil detalles … el cariño de los amigos que se queda impregnado en cada abrazo … El encuentro en las calles, en la Iglesia, y hasta en el supermercado, con caras conocidas de nombres olvidados. Eso es lo que extraño. Por màs fotos que me traiga, por màs besos y màs abrazos y màs caricias que vaya juntando … ese es el paisaje entrañable que me conmueve y arrebata y me provoca “un poco de muerte” cuando debo dejarlo.

Y se que voy a volver … pero no se cuàndo.

“Por eso alargamos las ùltimas horas de nuestros dìas de playa, quedàndonos sobre la arena hasta que el sol se perdiò entre los cerros y el cielo se volvió de ese azul oscuro que amenaza con volverse noche”
“Ningùn dìa fuè el mismo y todos se parecìan en su idèntica armonìa ociosa”

Si, definitivamente, Àngeles Mastretta me hace leer lo que siento.

martes, 9 de febrero de 2010

Los extranjeros

Nosotros somos los extranjeros
Los que dejamos familia, amigos, sabores y muertos
Los que llegamos con dos maletas repletas de sueños.

Somos los que empezamos de nuevo,
Sin coche, sin techo, sin plato ni mesa nuestros.
Los que descansamos del dìa en un cuarto prestado,
Y nos dejamos querer por un paisaje nuevo.

Nos acostumbramos al chile, a los tacos y a la nieve de mango
Al eterno verano, a los dìas sin viento … a los meses de lluvia
Y al fugaz invierno …

Nos prendamos pronto de los muchos verdes
De tanta montaña … de los pinos del bosque … del Popo nevado,
Y de la tonada mexica que nos tocaba el alma.

Somos los locos que todos los dìas
Acuñamos el sueño de volver al pago del que nunca nos fuimos
A recuperar los dìas de este largo exilio.

jueves, 4 de febrero de 2010

El "escaudalet"

El “escaudalet” …

Hace frìo en Cuernavaca, mucho frìo … y llueve desde hace dos dìas sin parar, dìa y noche. En ocho años que estamos aquì, nunca vimos llover en febrero.
Hace frìo y no estamos preparados para eso, no tenemos calefactor ni nada de eso. Nos abrigamos y sentimos que tenemos el cuerpo frìo … la nariz frìa … no nos alcanza el abrigo en la cama.
Y de pronto … se me vino a la mente el “escaudalet” como onomatopèyicamente llamaba mi abuelita (o al menos asì lo recuerdo yo), a esa especie de olla de bronce, con un mango de hierro, con un fondo convexo, a la que ella le ponìa brasas de la cocina de leña.
Entonces, sentada a la mesa esta noche, pierdo la mirada en el vacìo y me transporto a una noche de invierno en “el campo”, como llamàbamos a la casa de mis abuelos maternos, italianos del Piamonte, venidos a “hacer la Amèrica”, allà por 1923 … “hacer la Amèrica y volver …”, deseo etèreo de todos los inmigrantes tanos. Nunca hicieron la Amèrica y nunca volvieron.
Pero el tema era la noche de invierno. Sì que hacìa friò en La Pampa en julio … y cuànto frìo. Frìos de varios grados bajo cero convertìan en escarcha los bebederos y blanqueaba el rocìo sobre el pasto. Y por las noches, el frìo pedìa permiso para entrar en la casa y quedarse a pasar la noche con nosotros. Y no habìa calefactores. Y no pasaba nada … es decir, lo que igual pasaba era el invierno y nosotros con èl como una compañìa natural.
Recuerdo que cuando se hacìa la noche, se cerraba la puerta de la cocina que daba a la despensa, y tambièn la que daba a la pieza de mis abuelos, donde yo y Susana, mi hermana, tenìamos cada una su catrecito para dormir, junto a la cama de mis abuelos.
Despuès de cenar y de escuchar Los Pèrez Garcìa y Felipe, en la radio con “acumulador”, mis abuelitos se sentaban cada uno en su silla y sillòn, al lado de la cocina a leña. Susana y yo en medio. Yo en mi sillita azul y Susana en su sillita amarilla, las que habìa hecho mi abuelito especialmente para nosotras.
Mi abuelo fumaba su pipa, mi abuela contaba cuentos … Nosotras gozàbamos de esos momentos. Bueno, yo màs que Susana, que a esa hora extrañaba y lagrimeaba, aunque decìa que “el humo le hacìa mal en los ojos”.
De vez en cuando, mi abuelita ponìa unos cuàntos marlos en la cocina y asì avivaba el fuego y mantenìa el calor. No pasaba màs de una hora y ya habìa que irse a dormir. Entonces era cuando aparecìa el “escaudalet” o scalda letto (quizà asì se escriba en italiano) y lo que yo recuerdo sea una fonètica piamontesa usada para nombrarlo, y en èl ponìa mi abuela los marlos encendidos para calentarlo.
Y nos ìbamos a la pieza (no le decìamos ni dormitorio, ni cuarto, como elegantemente se les llama ahora).
Habìa un ritual a esa hora: hacìamos pis en una escupiderita blanca enlozada que descansaba comedida sobre un cuerito de cordero para que nuestros piecitos no se enfriaran en el piso de ladrillo.
Mientras tanto, mi abuelita pasaba el “escaudalet con las brasitas dentro sobre las sàbanas de nuestros catrecitos. Las sàbanas estaban hechas con dos bolsas de harina unidas al medio. Sobre ellas, un acolchado de lana que habìa esquilado mi abuelo y lavado y escardado mi abuela … en la cabecera, una almohada de plumas elegidas cuidadosamente entre las màs suaves, por las propias manos de mi abuela. Es decir … todo muy casero … todo fato in casa.
Una vez calentado ese nidito amorosamente hecho “a mano” (los catrecitos de alpillera los habìa hecho mi abuelito) … entonces nos metìamos dentro … mi abuelita nos tapaba hasta las orejas, nos daba un beso, nos hacìamos “la señal de la cruz” … decìamos con ella “con Dios me acuesto, con Dios me levanto, con la Vìrgen Marìa y el Espìritu Santo”. Bajaba de una repisa mi abuelita el “Dios Chiquito”, lo besàbamos … volvìa el Dios Chiquito a su repisa y la abuelita a su cama.
Leìa ella en voz alta, las noticias del diario La Reforma de cuatro o cinco dìas atràs que habìa traìdo esa tarde del pueblo (junto con nosotras). Eran noticias de cosas que habìan pasado a una legua de esa casa del campo y hacìa ya muchos dìas, pero para mi abuelo eran las “ùltimas noticias”. Èl las escuchaba atento mientras fumaba su ùltima pipa, acabada la cual, la apagaba en una sartèn con cenizas que tenìa debajo de la cama.
Se apagaba con un soplido fuerte la làmpara de querosene que estaba sobre la mesa de luz de mi abuelita, y “hasta mañana … que sueñen con los Angelitos”.
Y soñàbamos con los Angelitos … porque no habìa otra cosa son què soñar, sobre todo, después de haber vivido un dìa como esos que sòlo pueden vivir dos nenas de 4 ò 5 años que inventàban los juguetes con latitas, trapos, piedras y maderas … que tenìan una hamaca en medio de dos paraísos hecha con dos maneas y una tablita, que las llevaba del cielo a la tierra … que le dàban de comer a las gallinas y a la tardecita juntàban los huevos… que brincaban entre las acequias de la quinta por donde corrìa el agua con que el abuelito regaba los almàcigos …
Esas nenas que èramos nosotras tuvimos el privilegio de tener una niñez sencilla, en esa casa sencilla, con esos abuelitos inolvidables que nos dejaron un imborrable recuerdo al que recurrimos cada vez que el alma necesita un cariñito.